Siempre he creído que la gente que puede establecer contacto con seres del Más Allá son personas con talentos psíquicos o dones especiales, algo ajeno para la inmensa mayoría de los mortales. Pero lo que me pasó aquella noche de mayo de hace algunos años cambió por completo las ideas que tenía al respecto.
Trabajaba yo entonces en una tienda departamental de Plaza del Sol en Guadalajara. Era viernes por la noche y al día siguiente cumplía años mi mamá, por lo tanto tenía planeado ir a visitarla a Autlán y para aprovechar al máximo el fin de semana decidí viajar esa misma noche. Había luna que sin ser llena me garantizaría un apacible paisaje nocturno iluminado con su tenue luz. Salí a las diez y media de la noche, y fui a cenar unos tacos antes de emprender el viaje directo. Pasadas las once de la noche ya circulaba por Prolongación López Mateos y calculé que llegaría alrededor de las dos de la mañana a Autlán.
Al salir por completo de Guadalajara la carretera estaba muy tranquila, tal y como lo esperaba. Música electrónica amenizaba mi viaje. Noté la carretera más sola de lo que esperaba, pero no me importó, en mi mente solo podía pensar en llegar sano y salvo lo más pronto posible para poder festejar a mi mamá desde la mañana.
Al llegar al cruce de ferrocarril de Villa Corona tuve que hacer alto total pues a escasos metros venía el tren con dirección de sur a norte. No me quedó más remedio que esperar así que subí el volumen del estéreo para disfrutar mejor la canción. El tren era muy largo y era de esperarse. Esa es la principal ruta por la que circulan las mercancías provenientes de Manzanillo, el puerto marítimo más importante del Pacífico mexicano, donde ingresa gran parte del comercio exterior con México proveniente de Asia. Llegué a contar más de treinta vagones, todos repletos de contenedores.
Cuando el tren por fin liberó el crucero y estaba reanudando mi camino poniendo en marcha mi automóvil, alguien emergía repentinamente desde la vía del tren y se dirigía hacia mí. Me puse nervioso porque pensé que podría tratarse de algún asaltante, pero cuando pude apreciar mejor a esa persona me di cuenta de que se trataba de una señora. Aparentaba ser mayor a los sesenta años y por los ademanes que hacía, levantando y agitando ambos brazos, era evidente que requería mi atención.
Me hice a un lado de la carretera y bajé el vidrio. En efecto las señas de la señora eran de auxilio pues cuando llegó se veía muy turbada, y con desesperación en su voz me dijo:
—¡Joven, auxilio, necesitamos de su ayuda! A mi marido lo acaba de atropellar el tren que pasó y ha quedado muy mal herido. Por favor ayúdenos, se lo suplico.
La angustia y desesperación que expresaba esa señora eran muy convincentes, por lo que decidí tomar una linterna de la guantera y correr en su ayuda. La seguí y antes de caminar por la vía del tren, me detuve a ver si venía otro coche con personas que pudieran asistirnos en esa angustiosa emergencia, pero la carretera estaba totalmente desierta.
Comprendí que sería la primera vez que emplearía mis conocimientos de primeros auxilios que adquirí en una capacitación en la tienda departamental donde trabajaba. Esos paupérrimos conocimientos y mi linterna eran mis únicas herramientas para auxiliar a esas pobres personas. Nunca hay que desistir en los intentos por salvar una persona pues a veces lo más simple, extraño o insospechado podría ser la diferencia entre la vida y la muerte.
A pesar de que no era la primera vez que caminaba sobre los durmientes de una vía de tren, tenía que poner especial cuidado en mi andar, pues los zapatos que traía no eran precisamente cómodos para caminar sobre las piedras filosas de la vía. De todas formas me apresuraba y cuando quise tener algo de conversación con la angustiada señora, me llamó la atención lo rápido que se ella se había adelantado. La luz de luna solo permitía ver una silueta humana que cada vez se iba alejando. Caminaba muy veloz para la edad que aparentaba, pero supuse que por ser oriundos de esa zona estaban muy acostumbrados a caminar mucho por ahí, y con el tiempo habían desarrollado esas destrezas para desplazarse con cierta rapidez.
Era un lugar muy tranquilo, la vía del tren era como una línea divisoria que atravesaba los muchos sembradíos de caña que quedaban adyacentes. Decidí acelerar mi paso y ampliar mis zancadas. Con la linterna aluzaba la vía y mi vista no se apartaba de la zona aluzada para evitar tropezar o caerme. Sentí que caminé algunos cien metros y alucé hacia más adelante. Entonces me detuve por completo sintiéndome extrañado pues a lo lejos en línea recta ya no se veía la señora, y a mis espaldas el crucero con la carretera ya quedaba retirado.
En mi mente me planteé seriamente la idea de proseguir y estuve a nada de dar la media vuelta para regresar hacia mi carro, abandonando a los ancianos a su suerte. Era un dilema moral muy poderoso al que decidí dejar de lado para continuar buscando a los señores. Si no los ayudaba y el señor moría por mi abandono, el remordimiento de no haber hecho lo correcto me perseguiría y me marcaría por el resto de mi vida. Seguí avanzando y metros más adelante escuché los gritos de auxilio desesperados de la señora así que me eché a correr en esa dirección, la luz de la lámpara me permitía apreciar la proximidad de los señores con mayor claridad.
Cuando por fin acudí con ellos, vi la escena del accidente. Su marido yacía a un costado de la vía y el tren casi le había arrancado la pierna derecha. Gran parte de su pantalón gris estaba lleno de sangre. Enfrentarme a algo así para mí fue muy impactante, no sólo por la sangre que había en la grotesca escena, sino por las dificultosas súplicas verbales que me hacía el señor mientras me tomaba del brazo con desesperación. Le di la lámpara a la señora y le pedí que me ayudara aluzándome. Había una hemorragia importante así que me quité la camisa para hacerle un torniquete buscando detener el sangrado. Por suerte traía puesta una camiseta de ropa interior así que no quedé descubierto.
El señor estaba pálido y tenía fiebre por los estragos que implicaba la severa herida que había sufrido además de la sangre perdida. Al recordarlo diría que por su pelo completamente blanco tendría varios años más que la señora, quizá más allá de los setenta y cinco. Pero en aquellos momentos lo que urgía era ayuda, verdadera ayuda profesional. Necesitaba un maldito teléfono, pero no tenía idea de dónde podía acceder a uno en esos momentos. Me sentía nervioso e impotente. Le pregunté a la señora si sabía de la ubicación de casas cercanas y me dijo que adentrándome más por la vía, como a medio kilómetro, encontraría algunas casas y que debido a esa distancia más lejana, para ella era más fácil haber acudido primero a la carretera a pedir ayuda.
En medio de mi frustración, no me quedaba otra alternativa que continuar caminando por la vía y adentrarme en ella hasta encontrar civilización que nos pudiera ayudar. Avanzaba lo más rápido que podía. Me tropecé al menos cinco veces, pero en ninguna logré caer, por fortuna. Ya sin la linterna únicamente me apoyaba con la luz de la luna que me iluminaba el camino. Al fondo no encontraba luces ni señales de asentamientos humanos y eso me hacía sentir muy frustrado. Metros más adelante vi que la vía dejaba de ser recta y hacía curva a la derecha. De nuevo se me presentó el dilema de continuar o no, aunque esta vez fue de forma efímera.
Seguí caminando y cuando la vía vuelve a ser recta vi unas lucecitas que parecían provenir de casas. Me eché a correr rápidamente, me sentía esperanzado y tenía ahora la firme creencia de que aquellos pobres señores serían atendidos como corresponde. Me detuve finalmente en aquel pequeño conjunto de cuatro casitas. La más próxima a la vía del tren tenía una luz encendida, justo arriba de la puerta y fue a la que me dirigí.
Toqué la puerta con desesperación hasta que por fin salió una señora en bata de dormir, tenía aspecto amable, aunque visiblemente desconcertada por la insistencia y fuerza de mis llamados. —¿Sí? ¿En qué puedo ayudarle? —¡Señora tiene que ayudarnos! Hubo un accidente con el último tren que pasó hace varios minutos, hay un señor mayor muy mal herido que se está muriendo. Présteme su teléfono, por favor —dije con el escaso aliento que me quedaba, la premura de la situación me había impedido darme cuenta de que también me estaba agotando.
—Joven debería calmarse. —¿Calmarme? ¡Un señor está muriendo! ¡Pidamos ayuda por teléfono! —No— me respondió tajante la señora. —¿¡Por qué!?— cuestioné enojado su negativa. —Eso que viste... eso no existe.
Cuando me dio esa respuesta mi molestia se transformó súbitamente en escalofríos con una extraña sensación de confusión que empezó a transformarse en miedo. Miré fijamente a los ojos de la señora y un tanto apenada bajó la mirada, me dijo que tenía que explicarme todo así que me invitó a pasar y me ofreció un vaso con agua. Mientras bebía el agua con avidez me pidió que le platicara exactamente qué era lo que había pasado cuando terminó de pasar el tren en el crucero.
Relaté todo lo que había pasado, incluyendo el por qué de mi decisión de viajar de noche. Omití deliberadamente mencionar las características de las personas a las que estaba auxiliando, pero me arrepentí de haberlo hecho pues dio paso a una inquietante pregunta que me hizo:
—¿Era una señora de estatura un poco baja, con pelo entrecano largo entrelazado en una única trenza y el señor de pelo blanco, camisa amarillenta y pantalón gris?
En ese preciso instante fue cuando me quedé helado, pues su descripción encajaba perfectamente con las características de esos dos señores de la vía del tren. Tragué saliva y después de unos momentos asentí. Nunca olvidaré las palabras que me dijo a continuación, pues el impacto de la sangrienta escena se mezcló con el profundo miedo estremecedor que me hizo sentir la explicación de esta señora.
—Joven, la señora que tú viste es doña Nati y el señor es don Régulo. Ellos murieron hace casi veinte años ya. Vivían en la última casa, en la del fondo y desde entonces está abandonada. A don Régulo lo atropelló el tren y murió desangrado una tarde de invierno. Doña Nati nunca lo pudo superar, figúrese usted que antes de Navidad se quedó viuda. Eso destruye a cualquiera. Fue una tristeza profunda, muy fuerte. No la calentaba ni el sol durante dos meses hasta que un día simplemente ya no volvió a despertar. Ahora sus almas andan penando. Pobres, no pueden descansar en paz ni aunque una les rece o les mande decir misas. Joven se ve que eres buena persona, lo puedo sentir. Quizá fue por tu ansiedad y tu urgencia por ayudar, pero... ¿en ningún momento te preguntaste qué hacían dos señores grandes en una vía de tren, en medio de la nada y a medianoche?
Cuando me dijo eso no pude contener las lágrimas y me eché a llorar. Estaba llorando de miedo. Lo que había visto se veía tan real, tan vívido. Mi sentido de urgencia hizo que me olvidara por completo de que cuando toqué la puerta de la casa de la señora, la sangre de mis manos ya había desaparecido.
La señora se disculpó por la reacción emocional que me habían producido sus palabras. Le dije que no había problema y me contó que yo no era la única persona que había presenciado esas apariciones fantasmales. Aunque ella nunca había visto nada, en el pasado otras personas habían llegado a su casa por las mismas razones que yo, mientras que en otros lugares llegó a escuchar personas que contaban haber visto a los fantasmas de la vía del tren.
Con temor le dije a la señora que tenía que regresarme, que mi carro se había quedado abandonado y tenía que reanudar el viaje. Admití miedo ante ella y casi le ruego para que me dijera sobre la existencia de otro camino para llegar al crucero, pero me dijo que la alternativa implicaba rodear mucho, quizá varios kilómetros. Por si no me bastaba con lo vivido, me advirtió que las vías del tren son de los lugares preferidos por los muertos de otras épocas que quedaron atrapados deambulando sin rumbo definido, ya que muchos al no encajar en este mundo por ya no pertenecer a él, elegían esos lugares solitarios para penar. Quien tiene la capacidad de ver a los muertos es buscado por ellos pues están desesperados; claman ayuda porque no pueden descansar en paz, pero tampoco las personas que los pueden ver están preparadas para ayudarlos.
Me despedí de la señora y ella amablemente me obsequió un pequeño crucifijo por si acaso. Me pidió que me encomendara a Dios y que no hiciera caso a nada ni nadie que me llegara a encontrar en mi camino de regreso por la vía del tren.
Cuando volví a subir a la vía, comencé a caminar con rapidez al mismo tiempo que intentaba cantar o tararear alguna canción nerviosamente para hacer más llevadero el miedo que se estaba apoderando de mí. Di vuelta en la curva y empecé a trotar cuando la vía se volvió recta de nuevo. Tropecé con un durmiente, pero alcancé a poner las manos sobre las filosas piedras evitando caer. El dolor que me produjo la caída me desconcentró de la situación, pero cuando me reincorporé y me dispuse a caminar, allí a unos metros se escuchaban lamentos de dolor.
Era el fantasma de don Régulo. Sentí un miedo que me comenzaba en la espalda baja y avanzaba hacia mi nuca. La fuerte agitación y dificultad para respirar me advirtieron que podía quedar paralizado del terror. Tuve que gritar y me arranqué corriendo lo más veloz que pude, tenía que dejar atrás a esa aparición fantasmal. Cuando me detuve varios metros más adelante, intenté rezar mientras recobraba el aire. Me sentí estúpido y arrepentido por no haber rezado antes. Cuando vi carros atravesando el crucero, sentí alivio pues ya estaba más cerca de donde había dejado mi carro. Seguí caminando cuando de pronto una intensa luz se hizo presente.
Era la luz de la locomotora de un tren que empezó a hacer su característico pitido anunciando su tránsito. Seguí caminando porque no había donde bajarme a esperar a que pasara, estaba muy alto y la bajada hacia los sembradíos de caña quedaba muy empinada. Podría caerme y sufrir un accidente. Avancé lo más que pude hasta que el pitido del tren era incesante y la luz muy intensa. Como pude me hice a un lado en un terreno que no era tan peligroso.
La cercanía a la vía me hizo sentir el poderío de esa locomotora, acentuado por la fuerte ráfaga de viento que golpea a uno cuando el ferrocarril a tan corta distancia. Ahora lo único que quería era que el tren fuera corto y se terminara pronto, pues aún sentía miedo.
Como estaba apenas a un costado de la vía, podía ver hacia el otro lado a través de la parte baja de los vagones ayudado por la luz de la luna. Cerré los ojos suplicando para ya terminara de pasar el maldito tren y al abrirlos, pude ver que del otro lado de la vía había varias personas paradas igual que yo viéndome. Con la tenue luz de luna se veían inexpresivos, tenían que ser fantasmas o seres del Más Allá. Como pude, me puse a caminar por un costado de la vía sin esperar a que terminara el tren. Corrí el riesgo de caerme o lastimarme seriamente, pero no me importaba pues no iba a esperar que el tren se fuera y subir de nuevo a la vía mientras esas apariciones continuaban observándome directamente. Sentir sus miradas era insoportable.
En cuanto el tren terminó brinqué hacia la vía y empecé a correr. Sentí mucho alivio al ver la cercanía de la carretera. Mi coche todavía permanecía ahí en el mismo lugar. Metí la mano a mi bolsillo izquierdo y sentí alivio cuando toqué las llaves. Abrí el carro, saqué el crucifijo de la otra bolsa y me subí sintiendo una profunda paz. Solo pedí que llegara bien hasta Autlán, ni siquiera tenía idea de la hora que era.
Cuando puse el carro en marcha y encendí las luces, ahí estaba la señora de nuevo haciéndome desesperadas señas de auxilio. Me estaba mirando con su rostro angustiado. Empecé a acelerar y más que miedo, sentí una mezcla de tristeza y lástima por la historia de esas pobres almas que no descansaban en paz. Avancé varios metros y por el retrovisor todavía pude ver a doña Nati a lo lejos, todavía agitaba sus brazos pidiéndome auxilio.